JOSÉ LUIS MORANTE –

Aunque es tierra firme que la poesía es un fin en sí misma y no tiene otro afán que buscar, desde el lenguaje, la verdad y la belleza, esto no significa decantarse por los postulados teóricos del arte por el arte, tan gratos a Víctor Cousin, Théophile Gautier y tantos epígonos tardíos del idealismo kantiano. Como sustrato expresivo concreto, el texto puede ser un instrumento que interaccione realidad histórica y sujeto. Una larga tradición en el tiempo afianza la tenaz voluntad de entender ese deseo de transformar el espacio colectivo a través del poema. Pienso en Bertold Brecht, César Vallejo, Pablo Neruda, Maiakovski, Roque Dalton, Rafael Alberti, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Rafael Alcides, Heberto Padilla o Juan Gelman… Y pido disculpas si el inventario es excesivo.

La palabra poética expande su geografía creadora para abrazar la polémica política a través de una representación figurativa, repleta de densidad significante. El sujeto verbal se hace cronista, adquiere una perspectiva diferente, busca líneas, registra y anota en el papel; asume la tarea de dar voz al espacio colectivo y hace de la denuncia la zona medular del poema.

No se trata  de pronunciar un discurso mesiánico, declamatorio, pronunciado sobre el lodazal, sino de construir un lugar compartido en el poema. Lo explícito se enriquece a partir de vínculos difuminados que requieren un desvelamiento de claves para que la lectura del lenguaje simbólico tenga una potestad efectiva.

Exacerbado y juez, Platón propuso expulsar a los poetas de la república, por ser elementos perturbadores que interfieren en la convivencia cívica. La poesía política, cuando no se enturbia por una monocorde propaganda ideológica, guía los pasos del regreso, da visibilidad al hombre de la calle. Tras el retorno de la palabra poética a la ciudad de todos, el acontecer respira en común. La normalidad se hace cronología para que el protagonista poético sea una presencia activa, capaz de forjar el destino de su ser subjetivo. El lenguaje olvida el vuelo transcendente para asumir una conversación desde la interioridad.

La poesía es una vía de acceso, una sutura en el fondo invisible, una incisión en lo aparente. Así lo constata Roberto Juarroz en uno de los fragmentos de “Realidad y poesía”: “El poeta es un cultivador de grietas. Fracturar la realidad aparente o esperar que se agriete, para captar lo que está más allá del simulacro”; el poema deviene entonces “una soldadura de huesos y ruinas”.

Carmelo Chillida aspira a que el ideario poético supere el angosto espacio de la simple etiqueta conceptual para abordar el hecho literario como experiencia desacralizadora. Para ello fusiona dicción hablada y lenguaje poético. Frente al aura sagrada del vate sacerdotal personifica el poeta terrestre, asentado en la contingencia histórica, sin iluminaciones ni contactos con lo sublime. Sabe que todo es efímero, lo que nos hace transitar los espacios de la memoria y lo que se convierte en materia de observación, pero sabe también que la poesía es lo social como compromiso. No cree en el tópico del intelectual encerrado en la torre de marfil de su pensamiento. En cada sujeto conviven lo privado y lo público y es un estímulo de la vida diaria alentar estrategias de convivencia entre ambos espacios. Solo la superación del ego subjetivo revaloriza la utopía, nos hace protagonistas en el escenario de lo histórico. Somos individuos solidarios. Todo yo es otro.

Texto leído en la presentación de “Rojo como la cabeza de un fósforo”, nuevo poemario de Carmelo Chillida, el 17-10-18 en la librería Centro de Arte Moderno, en Madrid.

 

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