GOLCAR ROJAS –
Venezuela es un absurdo que no entendía cuando estaba allá y que se ha convertido en un amasijo indescifrable, luego de un año fuera. Esta es una estampa de la Esclavitud del siglo XXI.
Me escribe una amiga y me dice que sufrió un “ataque de xenophobia”. Por un momento pienso: “¿Será que se fue de Venezuela y la han maltratado?” “¿Será que ella atacó a algún extranjero?” No entiendo muy bien de qué va la historia. Es que si cuando vivía allá, la realidad cotidiana parecía un relato engendrado a partir de la unión de un cuento de García Márquez con uno de Kafka; ahora, simplemente, todo luce como una pieza de Ionesco con Beckett. Algo así como si se estuviera escenificando «La cantante calva que espera a Godot”.
Un día por la mañana, nos enteramos de niños que mueren por falta de quimioterapias y pacientes con sida que no tienen acceso a retrovirales y, además, son discriminados en centros hospitalarios. Por medio día, nos llegan imágenes de bodegones llenos de alimentos importados a precios en dólares o euros que cuestan hasta el doble o más del precio que se paga en cualquier país y, al lado de esas imágenes, las de niños que son un esqueleto pegado a la piel y profesores universitarios con cuadros de desnutrición. Y, por la noche, se llena Caracas de luces navideñas sobre el Guaire y en diferentes zonas de Caracas. Y uno, desde una Gran Vía bellamente iluminada, no sabe si alegrarse porque los caraqueños tengan la alegría de unas navidades iluminadas, o molestarse por la ironía de iluminar una cloaca corriente y plazas y parques, en un país a oscuras porque la infraestructura eléctrica está en ruinas.
El panorama lo completan unas hermosas y costosísimas luces que se desprenden desde el hotel Humbolt, en la cima del Ávila, y que llenan a Caracas de coloridos resplandores, iluminado fachadas de casas y edificios que no cuentan ni con agua en los grifos ni con luz en los bombillos.
Todo luce como una locura y ya no tengo manera de entenderla; ni que me la expliquen como a un niño tonto. Son dos extremos que cada vez se distancian más y que no logro saber en qué punto se tocan, en qué nivel se encuentra el uno con el otro o si son dos no-países que pisan un mismo territorio sin encontrarse jamás.
Esa ininteligible realidad se exacerba cuando llegan mensajes como el de mi amiga diciendo que sufrió un ataque de xenofobia. Entonces, leo todo un largo mensaje tratando de comprender.
Transcribo a continuación el chat, ocultando algunos datos para no poner en riesgo a quienes siguen en esa inverosímil tierra de gracia, olvidada por Dios.
—Te cuento que, después de cinco meses de estar sin trabajo gracias a los saqueos producidos por el famoso apagón del 12 de marzo, en el que acabaron con la tienda en la que trabajaba —me cuenta la querida amiga—, y de no conseguir empleo por tener en contra, además del no-país, como lo llamas, mis 53 años; por fin, conseguí un nuevo trabajo. Estoy trabajando en Víveres D’ Cándido, comenzando de nuevo como cajera —una mujer que tenía años de experiencia como supervisora de supermercado, retrocede a sus inicios. Normal. Allá todos tienen que reinventarse a diario—.
—Estoy ganando sueldo mínimo, más un bono de 450 mil mensual. Tengo un horario de 12:30 pm a 8 pm y transporte que me trae hasta mi casa. Pero te cuento que de ese supermercado líder, donde podías pasar un día completo de compras, ya que tenía de todo: carnes de todo tipo, víveres, los mejores juguetes, panadería, charcutería, el bodegón con los mejores licores y artículos importados. Donde podías desayunar, almorzar y cenar, mientras los niños jugaban en el parque interno; sólo quedan los recuerdos. Todo está en ruinas —bien lo sé. Ya era una ruina antes de salir yo de Venezuela—.
Sigue mi amiga:
—Puedo decir que eso es otro logro de «La Revolución Bonita» que sigue avanzando a pasos de vencedores. Tanto, que casi no van clientes, porque piensan que está cerrado.
Entonces, mi amiga me cuenta que, al mes de estar trabajando allí, le salió otra oferta de trabajo:
—Eso me llenó de alegría, al principio, y de una profunda rabia y de tristeza, al final. Sufrí lo que la gente llama «UN ATAQUE DE XENOFOBIA».
No entendí lo que mi amiga quería decir con «ataque de xenofobia», pero preferí no interrumpir. Suponía que, más adelante, lo dejaría más claro:
—Un amigo que trabajó conmigo durante varios años, me llamó para avisarme que en uno de los nuevos supermercados que han surgido, luego de los saqueos, Supermercado Fiorella, iba a abrir una nueva sucursal donde estaba antes la panadería City Pan, que estaba ubicada al lado del Hospital Adolfo Pons y que fue una de las panaderías líderes en la zona norte, destruida de tal manera el día de los saqueos, que llevó a sus dueños a la ruina y se vieron en la necesidad de vender.
El amigo de mi amiga le explica que «Fiorella viene con todo»: panadería, víveres, farmacia, pastelería, pizzería, carnicería.
—Por supuesto que viene con todo, le respondí. Todos sabemos que los dueños de estos nuevos «Marketing», son del gobierno regional de turno.
No es mal negocio, pensé aún intrigado por lo del ataque de xenofobia, mandan a saquear negocios, los arruinan y luego los compran a precios de gallina flaca.
El hombre le dijo que estaban pagando 40 dólares mensuales —¡40 dólares por un mes de trabajo!— y que iban a necesitar personal de todo tipo, que él iba con un cargo gerencial y le ofreció a mi amiga un cargo de supervisora, como el que tenía en el antiguo supermercado donde trabajaba.
El hombre la conocía, sabía que hacía bien su trabajo y quería una persona honesta y responsable en la supervisión. Requisitos exigidos para ganarse 40 dólares al mes.
—Yo estudié todas las opciones y le entregué mi currículum. Él me dijo que iban a llamarme y así fue. Me pasaron un mensaje en el que me dijeron que me presentara en el antiguo City Pan a las 9 am. Yo me puse mi mejor traje y me fuí. Estuve esperando junto a varias personas hasta las 11:30 am, fue entonces cuando llegó el personal de captación. Ordenaron la cola fuera del local, porque no había luz, y fuimos pasando hasta un sitio oscuro, donde había dos mesas. Mi amiga pasó a la primera mesa, donde había dos mujeres que tenían su currículum. Una le dijo a la otra: ‘Ella tiene muy buena recomendación, viene para trabajar con nosotros como supervisora’. Le pusieron una firma al currículum y pasó a la otra mesa, donde otra mujer lo recibió y sin tomar en cuenta lo ocurrido y conversado en la primera mesa, le dijo:
—Tú, si entras, vas a trabajar como cajera. Cualquier cosa te llamamos.
La mujer dio por terminada la entrevista que duró dos minutos.
—Salí confundida, porque no me dieron ninguna información sobre la empresa —cuenta mi amiga, que aún no me aclara lo del ataque xeonofóbico—. A la semana siguiente, me pasaron otro mensaje y me decían que tenía que presentarme en el mismo lugar a la 1 pm. Llegué y resultó que estaba lleno de gente molesta, esperando, porque les habían pasado unos mensajes para que se presentaran a las 10:00 am, a otros, a las 11:00 am y a otros, igual que a mí, a la 1:00 pm. Finalmente, llegaron a las 2 pm. Volvimos a pasar y me dieron una planilla para que colocara mis datos personales: talla de camisa y de botas. Entregué la planilla y me dijeron que cualquier cosa me volverían a llamar. Era todo un desorden y no le ofrecían información, mi amiga ya estaba por tirar la toalla por la desorganización.
Dudosa, recibió un tercer mensaje. A su teléfono entró un texto a las 6 de la mañana diciendo que tenía que presentarse a las 7 am en el Fiorella Express, ubicado en Los Olivos —en el otro extremo de la ciudad—, para un curso de capacitación.
—Yo preparé todo corriendo, le pedí la cola a mi hermana y llegué puntual al lugar. Entré con muchas expectativas y sufrí la peor de las humillaciones. Al llegar, me hicieron pasar a una mesa donde funciona la pizzería y conseguí a cuatro personas más, que también habían sido entrevistadas el mismo día que yo. Dos de ellos me dijeron que ya tenían 3 días en el local que estaban remodelando y que los habían puesto a limpiar pisos y sacar escombros todo el día, también a cargar bultos de mercancías y ahora los habían enviado a prepararse como cajeros. Les pregunté si tenían alguna información sobre horarios, cuánto pagaban, pero tampoco ellos sabían nada. Al rato llegó un señor que no se presentó, ni siquiera dió los buenos días, dijo que era el administrador del lugar y nos preguntó qué hacíamos allí. Él no tenía información sobre nosotros. Le mostramos el mensaje que nos habían enviado para presentarnos; él lo leyó y se retiró a hablar por teléfono. Al rato, se apareció y nos dijo que nos íbamos a quedar allí para prepararnos. Los chicos que ya tenían días laborando en el otro local, le dijeron que nos tenían que dar desayuno y almuerzo a nosotros también, porque es uno de los beneficios que reciben los trabajadores de allí.
Cuenta mi amiga, que allí comenzó el calvario. El hombre les mandó a preparar el «desayuno» de mala gana, parece que consideran que no están contratando trabajadores, sino comprando esclavos.
—Apareció una mujer y nos dió dos panes fríos, rellenos con una telita de queso. Le pedimos agua y nos dijeron que no tenían. Y así, con sed y atragantados, nos ubicaron a cada uno con un cajero, para que nos enseñara el sistema.
Lo que sigue en el relato de mi amiga, es completamente kafkiano y absurdo. A ella la pusieron con una chica muy jóven, de 19 años. Era su primer trabajo y tenía ya 3 meses trabajando allí, la muchacha tenía un gripón que la estaba matando y mucha fiebre. Mi amiga, que está acostumbrada a lidiar con personal, le preguntó por qué se presentaba así, en esas condiciones, a trabajar, que si allí contaban con algún seguro médico. Cuando la chica le respondió que no, mi amiga le preguntó por el seguro social:
—La chica prendida en fiebre, me dijo que tampoco, que si faltaba, aunque fuera un día, le quitaban el bono de 40 dólares. Fue apenas en ese momento, cuando, finalmente, alguien se dignó a explicarme el desastre de empresa al que estaba a punto de pertenecer. La chica me recibió en su caja con mucha amabilidad, a pesar de sentirse tan mal, yo me senté y observé que en el sitio había un computador, pero no tenía ni una gaveta para guardar el dinero y los vouchers de las tarjetas. Ella me dijo que el dinero lo pusiera en una caja de cartón que tenía en la parte de abajo y las tarjetas, a un lado de la computadora y que los dólares los iba a colocar debajo del teclado. No tenía un escáner para ingresar los productos al sistema, tenía que ingresar cada artículo de forma manual. Yo le dije que como hacía ella al momento de ir al baño, a la hora de ir a almorzar. Y ella me respondió que tenía que ir al baño antes de sentarse o esperar a que el supervisor le hiciera retiro; de resto no podía moverse de su caja. ¿Y como haces para almorzar? ¿Cuánto tiempo tienes? Mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo que ellos no tienen hora de descanso. Me explicó que había dos horarios: apertura, que es de 7:00 am a 3:00 pm. En ese turno, en el transcurso de la mañana, previo retiro del efectivo, les dan 10 minutos para que se coman los 2 panes. Secos, a menos de que los trabajadores lleven su bebida. Después de esos 10 minutos, con el último trozo de pan en el buche, siguen laborando hasta que llega el segundo turno, que entra a las 3:00 pm, hasta las 10:00 pm. Estos llegan a trabajar corrido y les dan los dos panes al salir, para que coman en su casa,. Todo eso es totalmente ilegal porque después de 8 horas de labor, te toca una hora de descanso.
No es sólo ilegal, es inhumano, pienso yo. Pero no se lo digo porque aún no sé si se vio obligada por las circunstancias a trabajar en condiciones de esclavitud y, además, no me ha aclarado lo del ataque de xenofobia.
Lo que ya me lucía a mí como esclavitud del siglo XXI, se corona cuando mi amiga termina por explicarme el resto de las condiciones laborales: Los trabajadores tienen un solo día libre a la semana; pero no es tan fácil como parece. El día anterior a ese día «libre», deben redoblar la guardia. Es decir, tienen que trabajar desde las 7:00 am hasta las 10:00 pm, 15 horas de labores, para poder tener el día siguiente libre. Eso sí. Son muy considerados. En esas 15 horas corridas de trabajo para ganarse el día libre, les dan media hora de descanso y el almuerzo.
—Al final, no tenía ningún día libre —dice indignada—, porque lo estaba pagando antes con trabajo, cuando por ley son dos días consecutivos libres. Estás eran las condiciones que nadie te decía a la hora de entrevistarte y que estaban detrás del deslumbrante bono de 40 dólares mensuales.
El supervisor, cargo al que aspiraba mi amiga, gana 70 dólares mensuales y los gerentes ganan 190 dólares al mes. Pero para ganarse esos dólares que no llegan a ser ni medio salario mínimo de un país medianamente decente, esos gerentes no libran. Trabajan todos los días de apertura al cierre. Como buen sistema de esclavitud, al final les terminan pagando con comida. Una bolsa de productos a precios de costo, les ofrecen al mes para «compensar».
Mi amiga, acostumbrada a empresas serias, le preguntó al gerente qué exámenes médicos les hacían para entrar. Que cuándo se debía entregar el certificado de salud y manipulación de alimentos.
—Me dijo que allí no exigían nada de eso, sólo ganas de trabajar. Al rato, me dieron permiso para ir a «almorzar», me dijeron que fuera a la cocina, donde me dieron un plato con dos cucharadas de arroz frío y medio pan francés, sin siquiera agua. No tienen ni un microondas para calentar el arroz, por lo menos. Me mandaron a comer en el patio, donde conseguí a un gato al que le dí el almuerzo. Yo ni a mí perrita le cocino así. Me fuí con hambre a seguir trabajando. Después, me di cuenta de que no tienen ningún registro del personal. Así, pueden botarlos sin rollos, cuando ya no cumplan con sus exigencias. Y ya cuando pensé que lo había escuchado todo, me llega el administrador y me dice que, para que supiéramos como era el movimiento, nos íbamos a tener que quedar allí trabajando hasta las 10:00 pm, para ver cómo funcionaba todo. Pero, eso sí, nos advirtió de que no teníamos transporte de regreso. Tan considerado él. Y entonces fue cuándo ese desgraciado remató el día.
Mi amiga recurre a las mayúsculas sostenidas para contar lo que siguió a continuación, y me aclara, antes de proseguir, que ahora sabré por qué habla de ataque de xenofobia.
Pongan a lo que viene tono, voz, entonación e intención de un malparío explotador:
«TODOS SE ESTAN YENDO DEL PAÍS A TRABAJAR 12 HORAS EN OTROS PAÍSES , DONDE LOS PONEN A HACER LOS PEORES TRABAJOS Y TRABAJAN TODO EL DIA POR UN PLATO DE COMIDA. ¡¿Y NO LO VAN A HACER AQUÍ?! ASÍ, SI SE LES OCURRE IRSE, YA VAN ACOSTUMBRADOS AL TRABAJO DURO».
Todos los trabajadores se pusieron de acuerdo para decir que trabajarían hasta las 5:00 pm y que ya irían preparados para ir al otro día. Pero eso no pasó, y mi amiga no volvió.
— En ese tipo de supermercados hacen lo que les da la gana y quién dice algo, si son del mismo gobierno. El personal acepta las condiciones y el maltrato, algunos por ser jóvenes inexpertos, como la cajera que me entrenó y, por supuesto, por la necesidad que impera en estos momentos, además de la escasez de trabajo que existe. TOTAL, que sigo feliz en mi trabajo en un supermercado en ruinas, donde no gano 40 dólares, pero tratan al trabajador con respeto y cordialidad. Qué ironía, el gobierno critica a los países por tratar a los venezolanos de manera xenofóbica, yo lo viví sin salir de aquí.
Dos semanas después de la experiencia de mi amiga, hicieron una inauguración a todo trapo. Por todo lo alto. Contrataron varios conjuntos gaiteros y quemaron millones de bolívares en fuegos artificiales hasta altas horas de la noche. El local les quedó de lujo. Poco importa las condiciones de esclavitud que se esconden tras la apariencia de abundancia y lujo.
Siguen llegando fotos de bodegones con cosas de lujo importadas, vendidas en dólares y euros. ¿Cuántos «esclavos» estarán al frente dando una sonrisa al public? Venden en divisa extranjera y se niegan a dar el cambio en la misma. No quieren tener bolívares. Llegan noticias de profesores que no pueden pagar los 50 dólares que les cuesta la Spiriva que les permitirá respirar, mientras que unos pocos llenan carritos de supermercado con Nutella y Nescafé y Maccaronis and cheese instantáneos, pagados a precios mucho más caros que los de USA o España.
Los haces de luz del lujoso hotel Humboldt, en la cima del Ávila, bañan a Caracas de una luz verdosa y de un falso fulgor de normalidad, mientras en los hospitales no hay agua, la gente que no tiene dólares para pagar la gasoline, hace días de cola para llenar medio tanque. En Maracaibo pasan 8 horas o más al día sin electricidad, mientras el Guaire cuenta con miles de bombillitos que alumbran sus pútridas aguas como manifestación de amor, según dijo una funcionaria del régimen.
Yo ya me rindo. No insisto en tratar de entender. Lo único que tengo claro es que en ese amasijo, en esa madeja enredada e indescifrable que es el no-país, están mis seres queridos, mis familiares, mis amigos, que no suben al Humboldt a tener una cena de 7 tenedores ni a pasar una noche de 250 dólares o más. Que no tienen para pagar los astronómicos precios en dólares y euros de los bodegones. Que no tienen para pagar en dólares los medicamentos que necesitan. Que trabajan, como trabaja la amiga del supermercado, para al final darse cuenta de que tanto trabajo no les vale para nada. Que lo que ganan, no les alcanza ni para una semana de comida. El trabajo en el no-país ha perdido valor y sentido. Y eso, al final, es lo único que me queda claro de ese hoyo negro que es hoy Venezuela.
Golcar Rojas, periodista y narrador venezolano, residente en Madrid, España.